En las profundidades de Gringotts, un mundo de carriles subterráneos se cruzan para dirigirse a las diferentes bóvedas subterráneas. Una de ellas, la mía, estaba vigilada por la estatua de una imponente serpiente que atravesaba de punta a punta la inmensa puerta de hierro. Aquella estatua estaba maldita, pues al detectar con sus brillantes esferas de rubí, que el mago o bruja que lo enfrentaba no estaba autorizado para el ingreso, esta inmensa serpiente abría su boca enseñando sus afilados colmillos y de allí salían centenares de serpientes de diferentes tipos, todas venenosas, todas listas para atacar al intruso.

Si el intruso lograba evadir la entrada e ingresar a la bóveda, al abrir las pesada puerta de hierro se encontraba con la gárgola de un dragón que, también maldito, empezaba a lanzar llamas abrazadoras de su boca quemando todo cuanto hubiera en la bóveda.

Sin embargo, si la persona tiene aceptación e ingresa pero no soy yo, los ojos de la serpiente me envían una señal, poniendo la piedra de mi collar, naturalmente azul, de un rojo fuego.

Al ingresar a la bóveda, encuentro los tesoros que he recogido a lo largo de mi inmortal vida, siendo aficionada a la arqueología, conservo artículos de suma importancia para la historia de la humanidad tanto mágica como muggle. También tengo cientos de muebles con archiveros en los cuales guardo secretos imperdonables los cuales decidí conservar en la oscuridad de la bóveda y no en las páginas de mi diario. Aunque a veces recurro a alguno de esos archivos cuando lo considero sumamente necesario.

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