BÓVEDA TRASTERO
A veces en la oscuridad alguien grita. Grita el nombre de alguien cuyo rostro no puede quitarse de la mente, quizás porque lo ama o quizás porque le teme. Tal vez el propietario del nombre gritado le infligió tanto dolor que todavía no puede olvidarlo y por eso grita. Por eso lo llama. Y lo hace con tanta fuerza que algo en su garganta se desgarra, sangra a raudales como si allí debajo la piel de su cuello se hubiera abierto un cráter por el que toda la vida se le escapa.
El ruido de los grilletes chocando contra la pared acompañaban el llanto de alguien desconocido. Era un hombre tan menudo que a primera vista podría confundirse con un niño pequeño acurrucado contra la fría piedra gris de aquella mazmorra. Olía a algo parecido al metal, sangre posiblemente. El moho también jugaba un importante papel, puesto que incluso invadía parte de las escaleras a través de las cuales se entraba al reducido habitáculo.
- Cállate – los ojos de un hombre alto brillaron en medio de la oscuridad. Eran rojos como la sangre y su voz era suave, casi como un susurro.
La figura, vestida completamente de negro, se acercó al preso despacio y le acercó a la boca una cantimplora metálica llena de agua. El sonido que hacía al tragar el líquido hizo que los vellos de todo el cuerpo de Selim se erizaran y no porque tuviera frío precisamente. Le pareció repugnante así que cuando creyó que era suficiente se apartó, dejando al otro con la necesidad de más. Pero justo antes de haberse alejado le había clavado algo en la muñeca dejando que la sangre fluyera sobre un dije negro y plateado. Tenía forma redondeada, con la base pulida y el reverso tallada con la forma de un león.
Rió de forma escandalosa entonces y volvió a mirarlo con aquel gesto de malicia que lo caracterizaba, con el único fin de echarle un ultimo vistazo antes de salir de allí.
~*~
Dejó de percibir la luz cuando estaban lo suficientemente profundos. Aquella galería llegaba tan hondo que a Mónica llevaba ya un buen rato costándole respirar correctamente, algo que parecía no ocurrirle al duende que la acompañaba. Viajaban en una especie de carro que se movía a través de unos raíles que zigzagueaban a través de la oscura gruta de piedra y que descendía cada vez más controlado por el bajito ser.
De tanto en tanto pasaban frente a un descansillo que recibía a quien se detuviera ante ellos. Se veían los pasadizos salir de esos entrantes de piedra y al fondo de estos se vislumbraban las enormes puertas mágicas que encerraban la bóveda oculta detrás de ellos. Algunas estarían llenas de grandes tesoros, de eso estaba segura, mientras que otras en cambio contendrían objetos que para ella no tendrían valor alguno. Fuera como fuere no era una mujer tan curiosa como para que esas trivialidades le robaran el sueño, mucho menos cuando estaba apunto de ver el lugar que los administradores del banco mágico habían reservado para ella.
Llegaron al ultimo sector, la parte más profunda de Gringotts. La entrada a aquel lugar estaba cerrada y solo quienes tuvieran bóveda allí tendrían la llave. La suya era redonda y negra, con sus caras completamente pulidas. En el centro tenía un hueco en forma de triangulo que encajaba en la cerradura de la enorme puerta. Había que darle varias vueltas a cada lado: primero tres a la izquierda y luego dos a la derecha. Tras activar el mecanismo había que hundir la llave en el hueco y la puerta se abría.
Detrás solo había un pasadizo idéntico a los anteriores, quizás más oscuro. Varios caminos se abrían ante el visitante, por lo que solo los propietarios y duendes sabían a donde debían dirigirse. En aquel caso el indicado para llegar a la nueva bóveda de la Haughton era el tercero por la derecha y fue por dicho camino por el que continuaron. Cuando el carro se detuvo estaban frente a un puerta de metal con un engranaje casi imposible de abrir, con dos arcos a ambos lados que daban la bienvenida. El primero en bajar fue el duende, que pasó el dedo indice de arriba a abajo delante de la puerta. Luego se quedó mirando a Mónica, que tras bajar se sacó de su escote un dije plateado que se descolgó del cuello para entregárselo. La pieza con la forma del león brilló manchada de sangre antes de que el duende lo cogiera y lo introdujera en la cerradura. Luego la puerta comenzó a temblar y posteriormente expulsó el colgante, completamente limpio, en manos del malhumorado ser.
Y se abrió.
Un leve tintineo anuncio que el temblor había movido los tesoros del interior de la cámara. Allí dentro sí había luz, aunque no sabía exactamente de donde provenía. En el centro había una larga mesa tallada sobre la que se encontraban diferentes e importantes libros de magia mientras que detrás, al fondo de la bóveda, había amontonados algunos objetos de oro que no llamaron la atención de su dueña. Junto al monto había un armario lleno de papeleo que mucho menos le interesó, pues eran los certificados de sus propiedades. Al fin y al cabo se las conocía de memoria.
Los lados de la cueva formaban cuatro arcos de media punta en total y debajo de estos la piedra formaban estanterías naturales donde había objetos de mucho más valor. Estaban ordenados y limpios aunque quien los tocara sin asegurarse primero se abrasaría la mano o quemaría aquello con lo que fuera que lo tocara. Era la maldición flagrante y con ella se aseguraba de que nadie que quisiera robarle saliera inmune. Repasó el lugar de forma atenta, una y otra vez; primero con la vista y luego paseándose de un lado a otro para asegurarse de que no faltaba nada.
- Me gusta, parece segura – murmuró Mónica con los ojos brillantes de emoción. No podía negar que los duendes habían hecho un buen trabajo-. Volvamos arriba, ahora es cuando debo pagar ¿No?