No había podido resistirse a acumular los objetos que siempre había deseado poseer, exceptuando su amada que la tenía en su hogar, pero el resto de sus tesoros estaban aquí, en su nueva y flamante bóveda trastero. Le había costado conseguirla, los duendes decían que era un tema de correcta conformación, pero él sabía que era pura burocracia. Aquella cueva, que parecía más bien una catedral tallada en piedra, contenía varias habitaciones que conformaban una estrella, en el centro guardaba un archivo detallado de sus posesiones, y en cada punta de la estrella estaban separados según su utilidad cada objeto y documento de pertenencia de las criaturas por él adquiridas. Una serpiente emplumada (Quetzacoatl mismo) estaba tallada en el techo y cobraba vida para eliminar a todo aquel que no tuviera permiso de entrar en aquel santo lugar.

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