- ¿Cuánto más tengo que esperar para obtenerla?
El duende me miró por encima de sus gafas, impolutas. En su rostro no se apreciaba ninguna clase de sentimiento ni emoción. Simplemente me miraba, conteniendo sus palabras que parecían morir al llegar a su boca y desaparecían cada vez que tragaba. Desvió la mirada un segundo hacia mi derecha y entonces vi que otro duende, algo más jóven, había aparecido a mi lado.
- Sígame, señor Wild.
Me predispuse a seguirle como me había pedido y asentí satisfecho hacia el duende que me había atendido tras la mesa de caoba. No me costaba seguir el ritmo del duende aunque a veces daba algún traspié con la alfombra que cubría aquel pasillo principal del banco mágico. Todos los duendes de nuestro alrededor estaban concentrados en sus cuentas e informes. Me parecía asombrosa la labor que realizaban aquellos seres, tan callados y sumidos en los cálculos de miles y miles de números.
Atravesamos algunas puertas hasta que llegamos a un pasillo donde se hallaba un ascensor al fondo. Bajamos no sé muy bien cuántos pisos y cuando las puertas del ascensor se abrieron, nos encontrábamos en lo que parecía el interior de una montaña. Eran una serie de pasadizos rocosos que permitían la movilidad, pero de un grupo de personas en fila y no más altas de dos metros y pocos centímetros. El duende cogió una antorcha y la prendió con un chasquido de sus dedos, permitiéndonos más visibilidad de los túneles.
- Bien, ahora preste atención al recorrido, porque lo tendrá que hacer usted solo cada vez que quiera acceder a su bóveda.
La voz algo chillona del duende se repitió por aquellos túneles, lo que le proporcionó al lugar cierto ambiente de inquietud. Me tensé un poco pero enseguida recobré el aliento cuando las voces pararon y me fijé por dónde me llevaba mi guía. Primero fuimos por un túnel algo más ancho hacia la derecha y, habiendo pasado dos cruces, torcimos aún más a la derecha. Bajamos por unas escaleras talladas en la propia roca y nos encontramos ante un pasillo con el suelo de mármol en el que había varias puertas.
La primera puerta a la izquierda, completamente negra, tenía un círculo metálico en el centro, de plata, donde el duende posicionó su dedo y después solicitó que le diera mi varita. Así lo hice y posó la punta de Dror justo en el centro del círculo metálico. La puerta se abrió y el duende, sin decir ni una palabra, me devolvió mi varita. Entramos en la nueva estancia y bajamos cinco escalones casi a oscuras, pues la antorcha no iluminaba más allá que los escalones y las paredes de piedra a nuestros lados.
- Diga una palabra -me susurró el duende.
No se me ocurría nada, así que dije lo primero que se me pasó por la cabeza.
- Tomillo.
Sí, se me pasó por la cabeza aquello, qué se le iba a hacer. El duende asintió y la sala se iluminó. No era la luz de antorchas, ni tampoco una luz artificial. Era como una habitación iluminada por el sol que se colaba por miles de huecos.
El último escalón daba a un suelo de mármol negro y las paredes eran rocosas, pero no puntiagudas como habían sido en algunos tramos del recorrido. Todos los bordes estaban redondeados. Había estantes encajados entre la roca y de arriba colgaban tiras metálicas que sujetarían toda clase de objetos. No era muy alta la sala, unos dos metros y medio, pero era bastante espaciosa. Y entonces, percibí un leve olor a tomillo.
- Ya tiene su Cámara de Alta Seguridad, señor Wild.