— ¿Es aquí? —el mercurio de sus ojos recorrió la entrada, destellaban de placer al saberse ingeniosa.

Se parecía más a la cueva de una mina que a una bóveda en sí, olía a humedad, a musgo, a abandono. El duende que la acompañaba le había dicho que aquel lugar era una de las joyas escondidas de Gringotts y, por supuesto, pocos tenían la suerte de contar con una así.

A Candela le pareció que el bicho exageraba, pero sí reconoció la utilidad del aquel recoveco. Era perfecto para salvaguardar sus tesoros más preciados, nadie tendría acceso a ellos más que la gitana misma. De eso se encargarían la cantidad de hechizos y encantamientos que le había lanzado tanto a la entrada como al interior de la bóveda, aquello no era si no una trampa mortal para indeseables.

— La señora ha elegido bien, muy bien. —el duende la felicitó sonriente.

La Triviani le devolvió la sonrisa y continuó por darle los últimos toques siniestros a la seguridad de su escondrijo. Del techo de la cueva colgaban candelabros que se iluminarían con la presencia de la bruja y echarían lenguas de fuego ante la presencia de los intrusos; las paredes se contraerían y las pequeñas gotas que en ese momento caían sobre la piel de Candela refrescándola, se convertirían en gotas ardientes para los invasores. Y eso era sólo la parte más liviana.

— Creo que es todo, al menos por ahora.

La bóveda entera estaba llena de objetos variados, quizás no de gran valor monetario, pero para ella todos eran invaluables. Candela era una gran coleccionista, incluso de piedras, pues le gustaba más las piedras que las personas en general. Las piedras no sienten, y ella tenía planes de convertirse en una, o al menos por dentro. Objetos mágicos, no mágicos, poderosos y peligrosos así como también los inofensivos.

Había una sección especial de libros, pues era gran amante de la lectura. Desde novelas gráficas hasta libros de hechizos de alta complejidad. Todo ello constituía lo que la Triviani consideraba su propio reino, quizás se escaparía allí de vez en cuando.

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