¿Gringotts? Sería muy fácil. ¿Sus profundidades? Quizás. Pero no.
Mucho más allá de las bóvedas tradicionales, se encuentra la Bóveda Trastero de Nathaniel Malfoy. El recorrido hasta su ubicación no es apto para los débiles de corazón: el aire se vuelve más denso, las antorchas chisporrotean con una luz verdosa, y el frío penetrante parece arrastrar susurros de antiguos hechizos, voces y gritos ahogados. Goteos incesantes de agua que no para de perder.
Cuando Nath llega al final del sinuoso camino, se encuentra ante dos enormes puertas de obsidiana grabadas con relieves serpenteantes que representan la herencia de los Malfoy. Las serpientes, aunque inmóviles, parecen seguir con la mirada a cualquiera que ose acercarse. Sin embargo, lo más inquietante es el centro de las puertas: una gran runa plateada que brilla intensamente al contacto con su dedo índice de la mano derecha.
Nathaniel alzó la mano, dejando que su dedo frío rozara la superficie. La runa se iluminó y, reconociendo a su legítimo dueño, un eco profundo resonó desde el interior. Las puertas comenzaron a abrirse con un rugido metálico, desvelando lo que había estado oculto durante años.
—Ha pasado mucho tiempo… —murmuró Nath, casi para sí mismo, mientras cruzaba el umbral.
La bóveda se reveló como una vasta sala circular, sus paredes revestidas en mármol negro con vetas plateadas que parecían pulsar suavemente. Desde el techo abovedado, una lámpara encantada flotaba, proyectando una luz etérea que danzaba sobre cada rincón, creando sombras que parecían moverse al ritmo de sus pensamientos. El olor a humedad era también una realidad, pero no le importaba. Habría tiempo para llenarla de bienes preciados.
En el centro de la estancia, un gran altar de ónice sostenía tres objetos: una varita antigua, la primera con la que logró ascender a los altos rangos de su bastión tenebroso y cuyas raíces parecían estar vivas, un reloj de bolsillo roto, detenido en una hora indescifrable, y un anillo de plata con una serpiente esculpida que le había regalado Gatiux. Cada uno de estos objetos representaba momentos clave en su vida, recuerdos tanto de gloria como de pérdida. Eran, quizá para cualquiera, bienes sin demasiado valor. Pero para él eran de incalculable estima.
Rodeando el altar había estanterías repletas de tomos antiguos, pergaminos polvorientos y frascos de pociones que, otrora, contuvieron líquidos de colores vibrantes. Sin embargo, no todo era visible a simple vista. Nathaniel se dirigió hacia una de las paredes, acariciando suavemente un relieve oculto. Con un suave susurro en parseltongue, activó un mecanismo secreto.
—"Sanguinem custodio, memoriam servo."
La pared se abrió para revelar una cámara oculta, donde se encontraban sus verdaderos tesoros: objetos de guerras pasadas, recuerdos familiares, y algo mucho más peligroso… un espejo antiguo con bordes oscuros y runas prohibidas grabadas en su superficie. El reflejo en él no mostraba el presente, sino fragmentos del pasado, recuerdos distorsionados que Nath había preferido olvidar, pero que aún guardaba con un propósito que solo él conocía.
— Todo sigue aquí… intacto. —exhaló con un tono mezcla de alivio y melancolía.
Tomó el espejo antiguo y cerró los ojos. Por unos instantes permaneció inmóvil, sin querer afrontar la realidad. Entreabrió los párpados, para vislumbrar una visión muy reducida de lo que realmente podría observar en el espejo si abriese la totalidad de sus orbes grisáceas. Vio un mechón de pelo violeta en una cara sonriente y morena y decidió soltar el espejo que, tras golpear en su pie derecho, cayó al suelo. No había roto de milagro.
— No lo doy superado del todo, eh... — farfulló. Con mucho cuidado, extendió sus dedos de la mano derecha y mirando de reojo al espejo para no ver lo que le podría ofrecer -- muy seguramente una batería de recuerdos con Gatiux. Se sentó en un saliente de piedra de las paredes de esa sub-bóveda y se quedó dormido al cabo de unos instantes.
