Gringotts era el sitio más seguro del mundo mágico, o así lo planteaban las voces de cientos de magos y brujas que depositaban en él su confianza a la hora de guardar su oro y más valiosas pertenencias. Agatha no era la excepción.
Si bien desconfiaba de la mayor parte de quienes la rodeaban, conocía muy bien la sabiduría milenaria que portaban los duendes. Aquellos seres eran de extrema confianza pues su gran ambición estaba en el perfeccionismo de su tarea, esto los hacía los mejores guardianes del banco mágico, sin dudas.
Su bóveda de máxima seguridad estaba ubicada tras un largo recorrido en aquellos pequeños carritos que amenazaban con tirar a quien los utilizase. A toda velocidad, se debía ir primero a la derecha, en un marcado descenso. Se notaba de inmediato cómo bajaba la temperatura durante el recorrido. Por momentos fogonazos indicaban la presencia de dragones centinela.
Al llegar al punto más bajo, al menos de la vía escogida, el carro volvía a girar a la izquierda esta vez en forma brusca, el recorrido parecía tomar cierta pendiente hacia arriba, pero volvía a descender entre puertas y pasadizos de distintas características.
La demonio reconocía desde cierta distancia la negrura del ópalo que marcaba la entrada a su propia bóveda.
-Gírate o tendré que matarte- indicó al duende que la había llevado hasta el lugar. No permitiría que nadie lograra identificar el modo en que accedía al recinto.
Cuando el indignado duende volteó, alzó la varita, apoyando la punta en diferentes puntos del impenetrable ópalo, describiendo un recorrido que tan solo para ella era familiar. Cuando finalizó, una “A” brillaba en dorada caligrafía. Solo susurró la palabra “Ábrete” y la gran piedra se quitó para abrirle paso.
Allí estaban sus tesoros. Los contempló embelesada cerciorándose de que todo estuviese en su sitio. Era una recámara de unos diez metros cuadrados. No había en ella demasiado, pero estaba segura de que pronto la llenaría.