No me gustaban los sonidos de aquel recinto. Había mantenido la idea que todas las Bóvedas Trastero eran insonorizadas pero yo sentía los bramidos de los dragones que, en algún lugar del exterior, vigilaban el correcto orden de las Bóvedas de Gringotts. O eran los pitidos de mis oídos, al entrar por primera vez en la Bóveda Trastero que me habían asignado.

Sentí un picor en la nariz, el lugar era siniestro. Si no fuera una orden ministerial, saldría de allá huyendo. Pero ya que estaba allá... Me sentía incómoda, así que cerré los ojos y me imaginé en qué lugar estaría más a gusto. Sonreí. En la biblioteca antigua de la Potter Black, allá, entre anaqueles y libros de magia antigua, de caligrafía casi ininteligible. Miles de estantes repletos de libros y de objetos antiguos. Sonreí de forma más abierta, la biblioteca de mi madre era el lugar en el que siempre me había sentido a gusto y protegida, mientras ella leía, sentada en su sillón preferido, yo a sus pies, escuchando su voz melodiosa.

Abrí los ojos y solté un respingo. La magia del lugar debía de ser muy poderosa si había plasmado mis pensamientos en la arquitectura de la bóveda. En lo alto, un Oculus daba una luz natural al techo de piedra. Aquel hechizo era realmente bueno y yo me creía incapaz de haberlo conseguido. Era Gringotts, seguro, que se adaptaba a mis deseos.

El mobiliario de la Bóveda también parecía sacado de mis intenciones internas. Había penetrado en una fría y lúgubre bóveda de piedra maciza y ahora estaba en una habitación, con chimenea incluida en el lado más alejado de la puerta. Seguramente se encendería de forma mágica al abrir la puerta; eso me hizo sentir más cómoda. Al lado de la chimenea, un sillón de tapizado verde botella y un escabel, del mismo color, donde reposar los pies. Sería el lugar perfecto para leer todos aquellos libros de magia avanzada e incluso prohibida que pensaba adquirir y esconder entre estas regias piedras. Ya había quedado claro que las mansiones no eran tan seguras como quisiéramos los patriarcas. Un espacio central con dos mesas regias contendrían los objetos que tuviera que esconder en ellas, encima y dentro de sus múltiples cajoneras. A los lados, los estantes de librerías que empezaban en el suelo y llegaban hacia el techo infinito del lugar.

Giré sobre mi misma. Me gustaba. Seguro que Harpo estaría encantado con el orden que reinaría en aquel lugar. Lástima que, conociéndome, el orden desaparecería en un par de usos de la Bóveda. Yo era demasiado descuidada y me gustaba el caos de lanzar las cosas por el aire y que cayeran donde cayeran. Le daría un patatús cada vez que entrara. Con una gran sonrisa en la cara, salí de la bóveda y le dije al Duende que esperaba fuera.

-- Está bien. Esta me gusta. Me la quedo.

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