Bóveda trastero de William Karkarov

La puerta de la bóveda cruje al abrirse, empujada con un leve gesto de varita. No tiene número ni escudo familiar visible; solo una marca antigua grabada con magia que solo Will y unas pocas personas saben leer. El interior no está iluminado con lámparas ni con hechizos modernos, sino con una suave fosforescencia azul que emana de una criatura disecada en el techo a la que Will rescató y perdió en su adolescencia. La estancia huele a cuero, polvo y metal. No es una cámara de tesoros, sino una extensión física de su mente, caótica pero cargada de sentido. Hay frascos con ingredientes ilegales al fondo, pergaminos escritos con tintas que ya no se fabrican y un espejo que no refleja nada —al menos, no en su estado normal—.

A un lado, una vitrina con vidrios ahumados protege varios objetos mágicos recuperados de mercados oscuros: una daga con runas escandinavas, un fragmento de un relicario roto y un libro encadenado que parece respirar. En el centro, una mesa de trabajo hecha de madera quemada por colacuernos húngaros sostiene pergaminos arrugados, frascos vacíos y una pluma rota. También hay recuerdos personales: una bufanda roja que alguna vez fue de Ben, una foto de su madre en blanco y negro, y un reloj que perteneció a Sergey, aún funcionando. Todo en esa bóveda parece decir una cosa: Will no acumula cosas, acumula respuestas a preguntas que nadie más se atreve a hacer.

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