En poco tiempo desde mi llegada ya me habían pasado muchas cosas: llegué a una escuela donde no conocía a nadie, me presenté frente a una Mansión familiar sin tener la certeza de que allí encontraría lo que buscaba... pero lo encontré: mi padre. Gracias a él y su guía pude llegar aquí, el Banco de Gringotts. Reconozco que estaba un poco nerviosa, pues nunca había visto a un duende y mucho menos varios.
- Buenos días- saludé con timidez pero firme-, vengo para abrir una bóveda.
El duende me miró fijamente, lo cual me hizo sentir un poco nerviosa.
- ¿Su nombre?- dijo secamente con voz chillona.
- Natasha Neftalí Black- contesté enderezándome y sintiéndome más segura.
- Permitame su varita señorita- pidió estirando su huesuda mano-. Muy bien- dijo observándola.
Al instante otro duende apareció a mi lado y me indicó que lo siguiera. Tomamos un pasillo lateral e ingresamos a un ascensor. Al cabo de unos minutos nos detuvimos y se abrieron las puertas. No me había percatado de que habíamos bajado tanto hasta que salí de cubículo. Miré hacia los lados y solo se veían grandes murallas de piedra húmeda con algunas farolas que iluminaban con una luz muy tenue.
- Señorita, observe bien el camino hacia su bóveda- dijo con tono cortante-, pues deberá volver sola cuando termine.
Asentí con la cabeza y comencé a prestar atención al camino hasta que llegamos a una puerta de madera rojiza. Al pararme frente a la puerta el rostro de un zorro sobresalió, olfateó y abrió dándome la bienvenida. Con un poco de temor ingresé. No sabía lo que me esperaba.
En cuanto pasé el umbral, una cálida luz comenzó a encenderse e iluminar la sala que tenía una forma hexagonal. Bajo mis pies una bella alfombra marrón clara de pelo corto cubría todo el suelo. Hacia la derecha una pequeña estantería esperaba a ser llenada con frascos de pociones, otra esperando algunos libros. Al fondo de la habitación había unos grandes almohadones de color anaranjado casi rojizo junto a una mesita baja y un juego de te esperando a ser usado. A la izquierda colgaban de la pared algunos marcos de cuadros aguardando a esas fotos familiares o bellos momentos para que sean inmortalizados en el tiempo.
Lo más llamativo de la habitación no eran ni el escudo familiar, ni el de mi casa escolar sino la media columna que se erguía en medio del salón con una pequeña cúpula cuadrada de vidrio. En su interior se observaba un soporte de anillo; sin pensarlo, metí mi mano en el bolsillo y dejé allí mi preciado anillo familiar cubierto con el dragón que había hecho mi madre.
-Este será mi primer gran tesoro que guardaré aquí- me dije mientras lo dejaba en ese lugar y una luz tornasolada comenzó a cubrir la cúpula como protegiéndolo.
Después simplemente giré y salí de allí.