La bóveda es un espacio frío y meticulosamente organizado, de paredes de piedra grisácea que parecen absorber cualquier atisbo de luz, generando una atmósfera opresiva y sombría. El aire en su interior está impregnado con un sutil olor a humedad y a hierbas secas, como si cada rincón guardara secretos olvidados o peligros antiguos. La cámara está iluminada por una única luz tenue, una lámpara mágica suspendida del techo, cuyas llamas danzan en una tonalidad azulesa que apenas logra romper la oscuridad circundante. El espacio es lo suficientemente grande como para almacenar un sinfín de objetos, pero su disposición parece diseñada más para la eficiencia que para la comodidad. Todo está cuidadosamente clasificado y contenido en estantes de madera oscura, pulida y marcada por el paso del tiempo. A lo lejos, se pueden escuchar ecos de crujidos, de objetos moviéndose o animales inquietos dentro de sus contenedores. Sin embargo, a pesar del caos aparente, no hay desorden; cada artículo, cada frasco de poción y cada criatura está guardado con una precisión casi obsesiva.
En un rincón, hay una estantería repleta de frascos de cristal de todos los tamaños, algunos burbujeando débilmente, otros quietos, pero todos con colores vibrantes o extraños destellos de luz que titilan al contacto con la poca luz disponible. Algunas pociones se hallan en viales perfectamente sellados, etiquetados con símbolos que sólo Azog puede comprender. Hay frascos de líquidos oscuros y espesas tinturas que emanan una sensación inquietante, como si sus contenidos fueran más poderosos de lo que parecen a simple vista. Junto a los frascos, descansan otros artefactos mágicos de formas extravagantes, talismanes y amuletos de origen dudoso. Algunos parecen inofensivos, pero otros tienen un resplandor tenue, como si latieran con una magia oscura y viva. En un estante superior, se encuentran una serie de pergaminos enrollados y papeles sellados que contienen conjuros olvidados, rituales oscuros y recetas para encantamientos de control mental y restricción de la voluntad, todos escritos en tinta negra sobre papel envejecido, las palabras temblando con energía contenida.
En una sección aislada, en el centro de la cámara, se encuentran varias jaulas de hierro forjado y cristal, cada una con criaturas mágicas que apenas hacen ruido. Las criaturas, ocultas en sombras densas, parecen agazaparse en sus jaulas, observando con ojos brillantes y desconfiados. Algunas son pequeñas, apenas más grandes que un puño, y otras son más grandes, con escamas brillantes o alas traslúcidas, pero todas tienen una sensación de incomodidad en su mirada, como si supieran que están allí en contra de su voluntad, al igual que Azog. Las jaulas están protegidas por encantamientos de contención extremadamente poderosos. Los hechizos que mantienen a las criaturas dentro parecen más bien una cárcel mágica que un refugio seguro.
El espacio parece despojado de emociones, pero los detalles no pueden pasar desapercibidos: un rincón apartado contiene una silla de madera maciza, gastada. Cerca de la silla hay una mesa de piedra sobre la que descansan objetos de una naturaleza mucho más personal, como una pequeña esfera de cristal astillada, una daga con empuñadura plateada que parece ser tanto un símbolo de poder como un recuerdo de tiempos más oscuros, y una antigua brújula que nunca apunta al norte, sino a algún punto perdido en el pasado de Azog, como un recordatorio constante de lo que aún debe ser conquistado. Sobre la mesa, hay también una caja cerrada con símbolos protectores, solo accesible por el propio mago dueño de la cámara, donde guarda pequeños objetos personales, recuerdos de su infancia y otros artefactos mágicos que le dan una sensación de control sobre su propia existencia, a pesar de estar atrapado.