La marca personal que cada quién podía otorgarle a su bóveda de máxima seguridad era uno de los pocos lujos que los quisquillosos y detallistas duendes de Gringotts permitían. Tras haber sobrevivido a la adrenalina producida por el breve paseo en carro sobre unos inestables y finos rieles oxidados con el correr de los años, se podía apreciar un pasillo que conducía a la cámara de la Matriarca Targaryen. El suelo bajo sus pies era de un perfecto y pulido mármol negro con bordes azules, al igual que los azulejos de las paredes; hacia el frente se alzaba imponente una puerta de cedro tallada con dos temerarios dragones de tres cabezas. La misma era flanqueada por dos enormes huargos de piedra que casualmente se encontraban encantados como los que custodiaban el bosque de dioses.

Toda persona era ajena para ellos y la magia que los mantenía vivos salvo Arya, unas cuantas gotas de sangre así lo había permitido. Una vez dentro, el camino se bifurcaba suavemente debido a una fina capa de alfombra color vino tinto con las marcas embarradas de unas intrépidas patas de lobo, desde que la había comprado jamás puso quitarle aquellas manchas. Las luces se encendían cuando la presencia de Macnair afloraba en el aire y permitía apreciar el mobiliario a su alrededor; una biblioteca puesta frente a la puerta de entrada mantenía en sus estantes la contabilidad monetaria y propietaria de la mujer, tanto de la familia como de sus negocios a cargo.

Sus pociones más peligrosas se encontraban separadas en cubículos de cristal dentro de boticas cerradas mediante magia como todo ahí dentro, sus objetos de sumo valor habían sido encantados para desaparecer al mero contacto con extraños y los registros de criaturas mágicas se encontraban acomodados por fecha de compra y peligrosidad según pautas del Ministerio dentro de una caja de madera.

No había forma de ingresar a aquel sitio, ni la magia más antigua podría sobrepasar las barreras externas del lugar. Encantamientos anti aparición la mantenían aislada, las puertas de cedro solo se abrían ante el resplandor del Patronus, y el escudo invisible que éstas albergaban se disipaba tras unas cuantas palabras en antiguo Valyrio. La suerte que corrían los impíos era escalofriante incluso para ella que colocó las trampas: Los dragones tallados en la madera se proyectarían atrapando al curioso en llamas que aunque emanaban una gran fuente de calor no quemaban, más ante la desesperación podrían asustar a más de uno.

El verdadero peligro recaía sobre los dos huargos de piedra, éstos cobraban natural vida al olfatear una sangre distinta a la de su creadora y despedazaban al intruso en cuestión de segundos, nadie podía escapar a ello.

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