Por suerte, existían esos chirriantes y poco estéticos carros en Gringotts. Una vez que lo pensabas bien, te dabas cuenta de lo engorroso que tendría que ser recorrer cada molesto pasillo hasta tu bóveda. Hay que destacar el hecho de que no eran solo veinte bóvedas y unos escasos cinco pasillos. No. Había una cantidad casi exagerada de aquellos cuartos llenos de oro y joyas preciosas, tantos, que habían inventado ese método tan... muggle, para llevar a los magos a su dinero. Un método precavido y engorroso, como todo lo que hacían los duendes.
No obstante, el verdadero problema estaba en las bóvedas de alta seguridad y en su tan original ubicación dentro del banco mágico. El camino oscuro y húmedo empezaba después de que la última bóveda común quedara atrás junto a las antorchas, abriendo paso hacia una caída libre y desprotegida que nada tenía que envidiar a los parques de diversiones que se veían en las películas de los no mágicos. El descenso se prolongaba hasta los lugares más recónditos bajo la tierra y se perdía en túneles imposibles de ver más allá de los dos metros de luminosidad que aportaba la lámpara frente al carro.
Pasada la cascada de seguridad que lavaba los encantamientos, el camino se perdía hacia la derecha y ascendía en una curva cerrada hacia una columna de piedra que habían dejado solo para que el techo no se cayera. Más allá de una enorme roca mohosa y una cueva esperaba con más suciedad para ofrecer, un poco de fango debido al agua que se filtraba por algún lugar y un sonido extravagante que recordaba al roncar de un anciano. Por supuesto, no era ningún anciano el que estaba allí. Había seguido el cliché de la historia y de lo común por la simple satisfacción de poder ver a la criatura cada vez que iba a agregar algo nuevo al inventario.
Y no se arrepentía en su decisión, bastante que había pagado para obtener lo que quería.
El Colacuerno Húngaro siempre tenía la cabeza en alto, puesta sobre sus pesadas patas delanteras en una pose que no dejaba lugar para verlo ordinario. Las escamas negras enfundaban sus fuertes músculos y los picos en la cola brillaban, como si tuvieran luz propia, mientras la movía despreocupadamente en sueños. Los ojos se abrían cuando percibía la presencia de alguien y sólo cuando veía a la dueña de la bóveda volvía a cerrarlos, sin tenerle afecto o algo más allá del simple deber; en caso de que se tratara de un duende solitario, éste debía seguir el protocolo con los cachivaches ruidosos o se pondría agresivo y si se trataba de alguien más... Bueno, los huesos viejos que decoraban la piedra no eran precisamente algo adquirido en el Magic Mall para que se vieran bonitos.
La puerta era invisible, un hechizo complicado que habían realizado los mismos duendes, esa magia que los magos lamentablemente no habían estudiado demasiado. Sólo la Atkins y los duendes podían hacerla aparecer, pronunciando la palabra que ella había elegido: Leelan. Una vez que ésta se dejaba ver, un ejemplar elegante de oro macizo y grueso, con un diseño moderno de líneas, la llave podía ser incertada en el tercer panel a la derecha y seguidamente ella procedía a colocar la mano en un lector que veía sus huellas dactilares, algo que evidentemente no pertenecía a sus costumbres.
¿Qué? ¿Algún problema?
Su odio hacia los muggles solo eran la prueba rotunda que la ignorancia sobre el mundo no mágico era lo que llevaría a que su sistema de seguridad fuera completamente desconocido para sus compañeros de sangre mágica, una simple estrategia de la que no se le podía culpar. Una vez dentro, un agujero de un metro por dos resplandecía bajo la verdosa llama de una antorcha solitaria. Cada vez que se intenta pasar, regresas al mismo lugar sin tener ningún avance, pues la sala exige un pago de sangre. Nada de pinchazos en los dedos, no, un corte hecho con una daga en la palma de la mano era la mejor opción.
Aún sin curar la herida, se debe tomar la antorcha y entonces la sala aparece, anulando los hechizos que ocultan su ubicación. La bóveda acorazada es un inmenso hexágono perfecto tallado en el onix, otra de sus excéntricas peticiones, que se alzaba varios metros sobre su cabeza hasta hacerlo parecer infinito debido a la falta de luz y el color de la piedra. A primera vista, parece vacío. Pero ese solo era el comienzo.
Al dar el primer paso, un acertijo resonaba en la estancia y debía ser respondido correctamente para seguir adelante, ya que una estalacita aparecía sobre la cabeza y amenazaba con caer. Dos pasos a la izquierda, cuatro hacia delante y dos a la derecha para no caer en los espacios faltantes en la piedra del suelo, cosa que nada, ni siquiera la magia, podía iluminar. Un salto y sobrevivir a una de esas agradables pociones que causaban un dolor espantoso. Entonces, solo entonces... la sala giraba sobre sí misma y dejaba que la persona cayera con suavidad en la bóveda.
Evidentemente, nada de ésto lo tenía que pasar la Atkins. Ella con tomar la antorcha tenía.
Montones de oro, en monedas y en lingotes, jaulas y estanterías. Objetos valiosos, joyas caras y hermosas, pergaminos con información clasificada, pequeños detalles insignificantes que a simple vista carecían de valor. Todo estaba perfectamente ordenado para que su dueña pudiera agregar más y más a la colección. Y para salir, solo se debía curar la herida de la mano y regresarías en un abrir y cerrar de ojos a la sala de un metro por dos, oscura y con olor a moho, abrir la puerta y enfrentar al dragón por segunda vez hasta llegar al carro.
La adquisición había valido la pena... ¿Alguna duda?